jueves, 28 de enero de 2010

Vistas bogotanas I: Centro Internacional

Esta es una sección nueva, contando cosas que se me ocurren cuando recorro Bogotá. Todo esto sucedió camino de la Luis Ángel Arango, el 29 de diciembre de 2009. Va dedicado a Ana María, por la cual me fui a la Luis Ángel ese día, y para Karen, que pidió la entrada desde las 2 de la tarde.

Andaba yo por la ciudad, partiendo desde mi apartamento, en La Soledad. Había recorrido largo trecho por entre muchas calles, carreras, avenidas y diagonales, para llegar hasta donde me encontraba, aunque iba en mitad de mi recorrido, que era para ver iluminaciones (pues sucedió en el diciembre pasado), por un lado, y para reunirme con una gran amiga en inmediaciones de la Luis Ángel Arango, por otro. El atardecer bogotano, que en esos días decembrinos se torna más brillante de lo normal, daba un atractivo tono dorado a las adustas torres de las Residencias Tequendama y la vieja fábrica de Bavaria, a un lado, y del antiguo hotel Hilton, al otro.

Decidí detenerme en ese punto, junto a la estatua de San Martín, quien muriera pobre y ciego después de liberar el sur de América, y de cederle todo su poder militar a Bolívar en Guayaquil. La Carrera Séptima, a esa hora de la tarde, inicia su contraflujo a partir del semáforo de la 32, así que se veía mucho menos transitada que de costumbre. Y la Carrera Trece, por su parte, comenzaba a dar seña de la congestión eterna y constante que ofrece, para todos los que alguna vez hemos tenido que padecerla, desde que se llama Carrera Once y nace en la Universidad Militar, hasta que su flujo vial se distribuye a otra vía estancada, como lo es la Carrera Décima, en los cercanos puentes de la 26.

La Trece ofrece una vista que puede asimilarse, haciendo una cruda regresión, a la del Financial District de Nueva York. Allí, la estrechez de la calle, circulando entre altos edificios, empequeñece al que la recorre en ese corto tramo que rodea al complejo del Hotel Tequendama. Aún así, hay algo que la hace una vía bogotana, y es el barullo de la gente. No conozco Nueva York, pero asumo que debe ser difícil, cuando menos, esperar que en Wall Street se vean personas ofreciendo a grito herido minutos a celular, una caseta con empanadas, otra con “chito charme maní caramelo”, un tipo vendiendo cursos de inglés de 20 páginas y libros de colorear, un grupo vendiendo SIM Cards de Comcel, y otro puesto más con perros calientes (este último sí es posible de conseguir). Aún así, la imagen vista de lejos no es tan alejada de la realidad.

Y ahí está, girando un poco la vista, la Séptima. Una vía indescriptible, más en ese tramo, que concentra la historia del país. La iglesia de San Diego, minimizada por los colosos de acero y hormigón que la rodean. El parque de La Independencia, mutilado por los puentes que a duras penas mantienen el tráfico del centro en orden. El Hotel Tequendama, hogar de papas, presidentes y artistas, cuando vienen de paso por Bogotá. La seguidilla de torres empresariales que, desde la de Colpatria hasta la del Hilton, le dan el nombre de “Centro Internacional” al sector. El Museo Nacional, entre estas torres, que parece una fortaleza y retiene la cultura y el arte del país, con fuerte competencia de parte de la red de museos del Banco de la República. Y ahí estaba San Martín, verdoso de pátina, con excremento de palomas encima, y apuntando al sur que liberara en una campaña militar asombrosa, entre los Andes argentinos y chilenos.

Y en la mitad, yo. Por alguna razón, tal vez el tono dorado de la tarde desvaneciéndose, me dio por quedarme parado ahí, unos 10 minutos. La historia corría ante mis ojos: oía las masas vitoreando toreros en la Santamaría. Veía manifestaciones de todos los calibres, silenciosas unas y ruidosas otras. Allá a lo lejos, distinguí el esplendor y estruendo de la gran Exposición del Centenario, de la cual queda el Kiosco de la Luz, antes hogar de transformadores eléctricos y ahora convertido en biblioteca. Oí el grito de los presos clamando su inocencia, mientras eran llevados a los calabozos del Panóptico. Sentí la brisa recorrer los campos de cebada, llevando consigo el humo que alcancé a oler de la cervecería en plena operación. Escuché el tranvía rodando por la carrera Trece al norte, mientras veía una chiva intermunicipal subiendo pasajeros a mi Boyacá natal, iniciando el largo trayecto que llevaría su pasaje a destino.

Cómo se deshizo el hechizo? No estoy seguro. Tal vez fue una llamada de celular, un pito de buseta, o un grito destemplado: el caso es que algo me hizo reaccionar. Volvió la ciudad, con una brisa fría bajando de Monserrate, como lo ha hecho desde tiempos inmemoriales. Volvieron las busetas, congestionadas en la Trece. Volvió el atardecer, ya perdiendo sus tonos dorados y tornándose ligeramente rojizo, allá, al occidente. Y me puse en marcha.

Bogotá es una ciudad que tiene una magia oculta. Al contrario de París, Nueva York, Buenos Aires o Roma, la magia bogotana no está expuesta a los turistas, sean de los que quieren ver el Museo del Oro, el parque de la 93, o la coca en La Candelaria. Hay que buscarla, y a veces está en un recóndito cruce, un pequeño prado, una casa antigua sosteniéndose entre torres de cristal y mampostería. Otras veces, se le exhibe a quien se encuentra en el lugar justo y en el momento justo. Esta vez, la estatua de San Martín me permitió encontrar la magia de la Séptima.

En los próximos días escribiré más al respecto de esas ideas que transitan por mi mente, cuando ando vagando por Bogotá, la que, a pesar de ser boyacense, considero mi ciudad hoy día. Porque uno, amigo lector, no es de la ciudad que dice su cédula o su registro de nacimiento, sino es de donde siente su hogar. Y esta ciudad, capaz de sobrevivir a Pastrana, a Samuel Moreno y a los marcianos, es mi hogar.

2 comentarios:

Loregonzalez dijo...

Y sin cerrar los ojos logré llegar e imaginar todo eso que describes en tu post.
Me encantó, y ojalá muchos sintieran esa ciudad espectacular de la misma manera

andrexpipe dijo...

Juancho, he leído sus blogs desde hace mucho tiempo y es muy grato para mí ver que con el tiempo su estilo se ha vuelto más elaborado y amable.
Varios meses después de leer el último de sus posts en "contraelbalón" vuelvo a ver una serie de entradas que justifican la envidia -de la buena-(digo de la buena a sabiendas de que pienso que sólo hay un tipo de envidia) que tengo a su forma de escribir, que me parece agradable, variada y sobre todo llena de intención.
Espero que siga con los blogs y me tenga al día cada vez que decida cambiar de cuenta o escribir más en uno que en otro de todos los que tiene.