lunes, 18 de marzo de 2013

Déjala ir

Cuando la conocí, tal vez lo primero que me impresionó no fue su cuerpo sino su estatura. Tenía tacones por gusto, ya que llegaba más allá del 1.75 descalza. Y eso llegó a intimidarme, tal vez porque desde esos tacones me veía por encima. Pero con el primer café esa soberbia que sirve de primera impresión para aquellas personas altas y que agachan la cabeza para mirarlo a uno demostró ser falsa. Todo lo contrario, su sencillez y simpatía eran insoportables. Tal vez era demasiado encantadora, además de un atractivo extraño. No era hermosa por los cánones del reinado de belleza, pero tenía su no sé qué en el qué se yo.

Y ella lo sabía y lo usaba para su provecho. Era de las que se subía en la puerta de adelante de las busetas a las 8 de la mañana. Pedía rebaja en los bares, y los meseros le perdonaban la propina. Eso sí, siempre con un teléfono, un pin de Blackberry o un correo en la parte de atrás del recibo. Era evidente que nadie se explicaba qué hacía ella con un fulano como uno, casi invisible, que parecía para los externos un accesorio más, como su bolso o sus tres metros de bufanda. Y durante un tiempo, yo también lo dudé. Es más, ni siquiera hice nada para levantármela. Ella llegó y se unió a mí.

También era evidente que estaba feliz conmigo. Algún día que le pregunté por qué seguía ahí, teniendo para más, ella me lo explicó: estaba cansada de que se la levantaran. Le aburría tener que meterse al bar de moda a bailar para que los hijos de empresario le intentaran presumir su finca en Melgar para empelotarla. Le fastidiaba aguantar las doctísimas discusiones que los docentes universitarios le hacían sobre temas diseñados para impresionarla y seducirla. Incluso le molestaban sus padres, que pretendían que fuera una niña de serie gringa cuando ya había pasado la línea de los 25. Por eso estaba conmigo, porque yo no tenía pretensiones: yo era y punto.

Por un tiempo vivimos juntos. Se cansó de sus papás y le gustó mi pequeño apartamento en La Perseverancia, tal vez porque tenía vista a la Sabana y a los fulgurantes atardeceres bogotanos. Éramos felices, aparentemente, entre domingos viendo películas en mi cama al piso, noches de sexo intenso y agotador y viernes de cafés y tragos en los bares de la Macarena, el centro, la Soledad, donde fuera. Y ella desarrollaba sus planes de negocios, y le iba muy bien. Y ella me enseñó mucho de jazz y soul, mientras que yo hice que le gustara Bruce Springsteen.

Pero éramos demasiado diferentes. Durante un tiempo yo serví como un apoyo, la dejaba libre pero siemper evitando que sus sueños se la llevaran; pero ella se cansó de tener ese cable a tierra. Por eso se había cansado de los docentes que citaban a Derrida y Adorno para demostrarle que ella era atractiva. Y de los niños bien que la sacaban en BMW al mirador de La Paloma. Por eso mismo se cansó de mí, de mi cruda y firme disposición a la tierra heredada de mis ancestros campesinos. Algunos llamarán a eso ser un espíritu libre. Ella lo llamaba actuar rápido.

No sé qué es de la vida de ella. La última vez que hablamos me dijo que iba a ir a Buenos Aires a estudiar en la UBA y hacer negocio con algo de cocina que había aprendido mientras vivíamos juntos. Buenos Aires, paraíso de los colombianos que creen que la solución es emigrar. Eso fue hace dos meses, y yo estoy seguro que le está yendo bien, pero creo que ya debe estar buscando algo más. Algunos la llamarán espíritu libre. Para mí, ella huye. Yo la dejé ir, y no creo que vuelva. Tal vez parafraseando al Jefe, "tramps like you, baby, you were born to run..."