jueves, 1 de septiembre de 2011

La fortuna en un tiquete (primera parte)

(N. del C. de R.: la siguiente es una historia ficticia, con el ganador del Baloto que cayó la semana pasada -59 mil millones de pesos-, basada en esta crónica de Adolfo Zableh sobre quien NO se ganó el Baloto, y en una discusión de foro respecto a qué haría uno si se lo ganara. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia. Las voces célebres son pobres imitaciones -?-)

La vida en El Paso, como en cualquier otro pueblo minero, es dura. Sobre todo cuando la vida no es en el pueblo, sino en la mina. Y así lo sabía Carlos, metido allá, en medio de la cabina de su volqueta, llevando cargas y cargas de carbón a la caja. Él buscaba una forma de poder salir de ahí, donde estaba ganando algunos pesos como conductor: tener tractomulas, dos o tres. Llevar el carbón a Barranquilla y Santa Marta, donde los barcos lo recibieran para enviarlos al resto del mundo. Poder sentarse en la puerta de su casa, de su casa nueva, a recibir a sus amigos y tomar cerveza.

Esos sueños solían ocuparlo en su trabajo, un trabajo mecánico: ir al pie de las palas inmensas, esperar que la roca horadada por los enormes dientes se cargue en la tolva, volver a los depósitos de distribución, descargar la tolva, volver al pie de las palas. Eso, unas 100 veces al día, con aire acondicionado, pero sin música. Y vivir en las barracas de la mina, donde la luz es estable (no como en el pueblo, a 20 km, que se va varias vecse al día), donde el trago no se ve ni por las curvas, y de donde sólo se puede salir una vez cada 20 días, a durar 7 a donde quisiera uno. Carlos aprovechaba para ir hasta la casa de su esposa y sus tres hijas, en Magangué, y en el camino se desviaba a Zambrano, donde tenía a la otra y a su hijo. A ambas les pasaba plata puntualmente, porque sabía que si una la demandaba, la segunda se iba a enterar, y se armaba una cosa jodida. Él quería a sus cuatro hijos, y por eso iba a mantener a sus dos esposas.

Pero como decía, los sueños lo atacaban, y cuando tomaba (y tomaba bastante) empezaba a echar la cháchara de qué haría cuando se ganara el Baloto. Comprar casa en Magangué y casa en Plato para sacar a sus esposas de sus arriendos y siempre tener a dónde llegar cuando se emborrachara con sus amigos de los dos pueblos. Tener las tres mulas para que le pagaran la universidad a su hija mayor, que ya tiene 16 años y está en décimo. Poder irse a Estados Unidos si se le pegara la gana, o a Europa si quería.

Y así, Carlos sacaba siempre 50 mil pesos a la semana para comprar de a 10 tiquetes. Llamaba a la pelada que atendía en la panadería de La Loma, el corregimiento en la puerta de la mina, donde estaba la única máquina de Baloto del sector; le dictaba por teléfono siempre las mismas 10 combinaciones de números y cuando le daban salida, con el cheque fresco, lo cambiaba en el banco y pasaba a pagar cumplido los 30 tiquetes que debía. Así como se acumulaba su sueño, se acumulaba el premio mayor del Baloto, que llegó a ser de $74000 millones, y que iba a rifarse ese miércoles de agosto, allá arriba entre los cachacos.

Llamó el martes. Pidió 10 tiquetes, porque esta vez sí se lo iba a ganar el premio. La muchacha en la panadería anotó pacientemente los números y los pasó por la máquina, mientras crecía la fila para que otros habitantes del pueblo hicieran lo mismo. Colgó y se fue a la mina a trabajar, a seguir llevando cargas de camión de aquí para allá y de allá para acá. Y en las mismas la pasó el miércoles, pero esta vez tuvo que arreglarle alguna cosa al camión que lo dejó exhausto. Llegó a su cama de cuartel, se quedó dormido, y no vio el sorteo de Baloto. Así que, a la mañana siguiente, lo despertó la pelada de la panadería a decirle que se había ganado el premio gordo. Y que tenía que ir rápido al pueblo a reclamar el tiquete, porque ahí decía lo que debía hacer para reclamar su fortuna, sus 59 mil millones de pesos, después de impuestos.

Carlos dejó botado todo y se fue inmediatamente para el pueblo. Y cuando vio uno de los 10 tiquetes que le pasó la muchacha de la panadería, marcados todos con su nombre, vio que sus sueños despierto, y sus presunciones de borracho, se habían quedado cortos con la realidad que tenía al frente. Lo que no se esperaba era cuánto iba a tener que cambiar.

Continuará.