Ante la muerte de Miguel Uribe Turbay, dos meses después del brutal atentado del que fue víctima en un parque de Modelia en medio de la campaña que lo llevaría a, probablemente, quemarse en una consulta de la derecha para las elecciones presidenciales de 2026, hay dos posturas. Sus amigos y contendientes en esa consulta, básicamente, han puesto toda la responsabilidad en el gobierno y casi que solo les falta decir que Petro dio la orden. Sus contrincantes y opositores han asegurado que se lo ganó por un discurso agresivo, que agravó la violencia y lo convirtió en blanco de un caso que, seguramente, será investigado exhaustivamente y del que sus responsables intelectuales nunca se conozcan realmente, más allá de los sicarios.
¿Algo cínico? Sí, porque este país nos enseñó a ser cínicos. Si no fue Juan Roa disparándole a Jorge Eliécer Gaitán y desencadenando una de las guerras civiles más cruentas de un continente lleno de guerras civiles, fueron los homicidios de miles de personas que se opusieron a que el país fuera comprado por las utilidades de la coca y la marihuana en los 80. Es simbólico que el más visible de estos casos en los medios, Guillermo Cano, tenga mañana la conmemoración de sus 100 años de nacimiento.
Y en últimas, como todos los que nacimos y crecimos entre 1981 y 1993, Miguel nació y creció en medio de esa violencia que lo tocó de frente con la muerte de su madre. Diana Turbay fue víctima de ese narcotráfico que la secuestró y asesinó, por ser una periodista valiente y por el peso de ser hija de un expresidente de la República.
La carrera de Miguel Uribe Turbay estuvo llena de momentos reprochables. Su respuesta al empalamiento de Rosa Elvira Cely en pleno Parque Nacional demostró una empatía nula, tal como sus palabras sobre cómo Dilan Cruz "se atravesó en el camino de la bala" que lo mató en medio de las protestas de 2019. Su vinculación al Centro Democrático y su defensa acérrima a algunos de los personajes más grotescos de la política nacional también son parte de ese legado que muchos quieren poner de frente para decir que no les duele la muerte de "uno de ellos". Pero Miguel era más que una plataforma política.
Lo conocí en persona entrevistándolo en medio de su campaña para las elecciones locales de 2019, en las que se quemó. En esa campaña me sorprendió que, a pesar de ser en la práctica un delfín (como Carlos Fernando Galán), se le notaba mucha más cercanía con la gente, al menos con la que apoyaba su visión. No digo que hubiera sido mejor alcalde que Claudia López o que el mismo Galán, no, pero en ese acercamiento demostró que tenía la empatía que le hizo falta para referirse al caso de Rosa Elvira, o a Dilan Cruz, o a las madres de Soacha. ¿Necesitaba caerle bien a un periodista, que para colmo estaba casado con alguien que trabajaba en su campaña? Muy seguramente, pero creo que esa discusión se aleja del objetivo.
Salir a decir que la muerte de Uribe Turbay no se debe llorar es deshumanizar al personaje. Y es lo mismo que el propio Uribe hizo con Rosa Elvira, Dilan y los falsos positivos de Soacha, entre otros casos sonados. Despreciar el sufrimiento de María Claudia Tarazona, de María Carolina Hoyos y de las personas que no lo conocieron por sus declaraciones de prensa, sino en la vida diaria, una que al fin y al cabo fue sesgada a menos de la mitad de la expectativa para un hombre de su generación. Su hijo tiene cinco años y crecerá sin padre, así como él creció sin madre desde los cinco años.
Ojalá Miguel Uribe Turbay pueda descansar en paz, y que su muerte no sea usada como una bandera de batalla en las elecciones a las que aspiraba presentarse. Tanto por los que lo van a martirizar usando términos tremendos como "magnicidio" o "crimen de Estado", como por los que lo van a satanizar negándole el carácter de humanidad que es lo único que tenemos todos los seres humanos en común. Y que cada vez más se nos olvida en medio de la radicalización: el otro también es humano.
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