sábado, 28 de enero de 2012

Ay, rojo, no me mates

Ernesto Gamboa intentaba mantener la serenidad pero era incapaz. La ilusión lo dominaba en esa tarde soleada entrando a la tribuna occidental sur del estadio capitalino. Ahí estaba como en el 2005, viendo a su equipo del alma, su rojo, apuntarle a un campeonato. Uno que ya llevaba 37 años siéndole esquivo; los 37 que él había vivido. Hasta su nombre se lo debía al equipo cardenal: su padre, sobrino de uno de los estudiantes del Rosario que un día, departiendo entre los tintos del Café Pasaje, decidieron crear un equipo de fútbol y llamarlo Independiente Santa Fe, le puso dicho nombre porque ese día Ernesto Díaz, ídolo de la afición santafereña, había anotado señor golazo contra Paraguay, en la Copa América. Y él, que consideraba buen augurio que su primogénito hubiera nacido el 20 de julio, le puso el nombre de su ídolo, que tantas veces había hecho celebrar a los hinchas del león.

Porque Ernesto Gamboa heredó de su padre la afición a Santa Fe. Uno de sus primeros recuerdos era en el 78, con tres años: ver a su padre marchar al Campín, a un clásico por el título. Y esa noche verlo entristecido, y él, que no sabía por qué, le preguntó. “Perdimos, hijo, los de Millos ganaron otra estrella”, le dijo su padre. Y él, con su chaqueta roja, abatido, sentado en su poltrona favorita, viendo el televisor sin prenderlo, porque sabía que si lo prendía, ahí estaría otra vez la imagen de Willington Ortiz celebrando el tercer gol, el negro Mina Camacho en el suelo, vencido, los hinchas azules gozando su undécimo título.

Un título, nunca lo había vivido. Aunque estuvo cerca. Cerca estuvo en el 87, cuando ya tenía edad para que su padre lo dejara ir al Campín sin tener que ir con él, e iba con sus amigos del barrio a la tribuna sur porque era la más barata. Y ahí lo vio a Taverna, el increíble delantero cardenal, cobrando pasito un penal, a las manos del arquero de Millonarios. Desde ahí aseguró él que Gacha, el narco dueño de Millos, había sobornado a Taverna. Y nunca nadie le quitaría de encima esa idea.

“Ay, rojo, no me mates”, susurró Ernesto Gamboa al ver cómo salía corriendo el delantero rival, pero su tiro fue desviado por el arquero rojo, un chico de la casa, que había hecho el gol de la victoria en un clásico del semestre anterior. Ya estaba acostumbrado a eso, a ver cómo su ilusión de título era constantemente aplazada por una acción en el último minuto.

El partido definitivo es otra vez contra Millonarios. Como en el 78, como en el 87. Como el primer día del campeonato, cuando el golazo de Omar Pérez no fue suficiente para que Millos no ganara. Como no había podido ser hacía seis meses, cuando incluso los periódicos titularon final bogotana, pero Santafecito no pudo con el Caldas en un partido que no pudo ver porque se suspendió por lluvia y se tuvo que jugar en la mañana, y las gallinas hicieron eco de su apodo botando tres goles de diferencia contra el Junior.

“Ay, rojo, no me mates”, dijo Ernesto Gamboa viendo a Rodas lanzar un tiro flojo que no tuvo ninguna dificultad el arquero embajador en atajar. Esta vez no había Tavernas, pero tampoco había Cousillas al frente. Y además estaba harto de jugadores que, por dárselas de Messi o Cristiano, se creían capaces de hacer cinco amagues frente a la cancha, para que al final el defensor recuperara la pelota y la botara a banda.

Clásicos los había vivido todos. Los dolorosos, como cuando por jugar Libertadores tuvieron que llevar suplentes y Millonarios les pasó por encima. Sobre todo los gloriosos, como cuando celebró y se la montó a sus compañeros azules de universidad por el mítico 7-3 del 92. Él estaba en primer semestre, y se hizo conocido por su fanatismo a Santa Fe. Incluso armó un combo para ir al estadio con otros amigos y compañeros de estudio afiebrados al cardenal, y así fueron a muchos partidos, gritaron goles, lloraron derrotas, y estuvieron en aquella final de la Conmebol que perdieron contra un equipo ignoto argentino de camisa granate, un tal Lanús. Y él, Ernesto Gamboa, que había oído de su padre las maravillas de Cañón y Díaz, que había visto cuando niño a Gottardi y Odine, se hizo fanático de Léider. Y celebró como nunca cuando Léider le metió tres a un Millonarios en quiebra, por haberse dejado comprar por los narcos.

“Ay, rojo, no me mates”, dijo Ernesto Gamboa cuando vio que Bedoya se ganó una tarjeta amarilla más. Bedoya, amarilla ambulante, pero qué gran volante de marca. No como Pimentel, por supuesto; Bedoya se gana las amarillas por jugar fuerte, Pimentel se las ganaba por chambón y tropelero. No son comparables.

 Y Ernesto Gamboa gritó gol. Un ligero dolor en la boca del estómago no le iba a impedir que gritara como loco cuando por fin, Anchico logró recuperar el balón, logró romper con un pase la línea de defensas de Millonarios, y dejó a Cardona para que la pusiera suavecita contra el palo derecho de la tribuna norte. Callados los azules, que llevan ya 24 años sin celebrar. Gritando los rojos que iban a acabar con una sequía de 37. Los 37 que él había vivido, muchos de ellos susurrando como en un rezo, para intentar conjurar la mala suerte, “ay, rojo, no me mates”.

Porque para él había sido duro ser fanático de Santa Fe. Ver por televisión cómo se perdió el título del 2005 en Medellín. Se sintió morir cuando Luis Yánez perdió un contragolpe clarísimo contra el arquero verde, con el partido en ceros, y que en tres minutos le acabaran los sueños. No volver a ir durante un tiempo a los clásicos, porque un día del 2001 fue con chaqueta roja y él, que siempre había parqueado junto al Palacio del Colesterol, casi fue aniquilado por unos vándalos con camisetas azules. Desde ahí empezó a dejar el carro en Galerías, y sólo a ir a occidental donde podía gritar igual, pero no le llegaba el hedor a marihuana de los pelados en sur, que no veían el partido por andar saltando y gritando, que se creían más argentinos que colombianos, y que eran capaces de matar a alguien si lo encontraban con la camiseta de Millonarios.

Poco a poco se estaba acercando el minuto 90. Cada vez era más fuerte el grito de los hinchas cardenales, que veían a su equipo dominar tranquilamente, y al azul intentar sin tino ni precisión. Cada vez era más fuerte el malestar de Ernesto Gamboa en el pecho, y él gritó, de forma tan sorpresiva como el contragolpe del lateral de Millonarios que por poco se le mete a Vargas “ay, rojo, no me mates, que he estado toda la vida esperando para verte campeón”.

Tomó agua y una aspirina que llevaba en el bolsillo, para bajar el dolor. Tres minutos de adición. 20 mil personas de rojo empezaban a gritar “campeón”, mientras las otras 20 mil de azul permanecían resignadas, esperando que se abrieran las puertas del estadio. Ernesto Gamboa sintió que el dolor cedía un poco, tuvo ánimo incluso de pararse, y de gritar él también “campeón, rojo campeón”, y aplaudir.

Pero él no iría a celebrar más. Su corazón, ese que desde que su padre le indujo el amor al equipo de Cañón y Pandolfi estaba reservado únicamente para los cardenales, no lo resistió. Cuando el árbitro central pitó la terminación del encuentro, Ernesto Gamboa quiso saltar pero no pudo. Se desplomó en el suelo, fulminado por un infarto que lo había estado acechando desde que Cardona metiera el gol. Cayó de bruces en la fila de adelante, ignorado entre la turba que lo rodeaba, que se abrazaba y lloraba de la felicidad por ver, en el caso de muchos, por fin a su equipo del alma campeón.

Su corazón, que tantas veces había sentido roto por los goles de último minuto, por los resultados en otros estadios que eliminaban a su equipo de cuadrangulares, por los que preferían hacer 10 amagues y perder el balón a disparar con arquero vencido, por los tiros que se iban a Galerías o el Coliseo, por los que no eran capaces de hacer ni un pase, ese corazón no pudo más cuando Ernesto Gamboa cayó en cuenta que iba a ser campeón. Y caería fulminado, en esa luminosa tarde de junio que empezara con un cielo azul sin nubes blancas, y que ahora se despedía en fulgurantes rojos y naranjas de la Sabana de Bogotá para darle paso a la noche y a las celebraciones cardenales.

lunes, 23 de enero de 2012

Humo y community management

Hoy es el día del Community Manager según la gente en Twitter. Qué es un community manager (CM)? Un sujeto al que le pagan por manejar una marca y hacerle publicidad a una empresa. Léase, un CM, en la práctica, se dedica a hablar maravillas de su marca, su empresa y sus productos; a mirar cómo hacer para conseguir que la masa twittera le pare bolas a dicha marca -normalmente, pidiendo sugerencias o regalando bobadas o haciendo concursos-, y a hacerle like o retwittear las alabanzas que reciba la marca, mientras que los madrazos los responde callado (porque hacer bulla es cagarla en forma).

Pero como con todo lo que tiene que ver con publicidad, y sobre todo acá donde lo que no es plagiado de Estados Unidos es Made in Argentina, hay errores. Y fuertes. Muchos de estos, son basados en el sencillo hecho que todavía eso de administración de comunidades, que es lo que traduce "community management", es algo por hacer. Cualquiera puede hacerlo, en teoría, porque cualquier cosa con redes sociales puede ser Twitter. Este post de Jaime Díaz, @turint, sobre su experiencia dándoselas de CM sirve para explicar mejor cómo crear humo en ese tema.

 Así pues, como se ve, cualquier cosa vale. Sobre todo en una agencia publicitaria. Se vale salir como payaso de restaurante, a hacer bulla promocionando el almuerzo ejecutivo, que diga, las promociones en pasajes aéreos. Se vale salir como patinadora, repartiendo en los semáforos... ajem... a los followers de la marca la chance de ganarse un bono cuando lleguen a 1000. Se vale reunir un número de gente para que hable bien de la marca, convirtiéndolos en spambots con cerebros a los que se mide por el número de mensajes con el hashtag #mepaganporponeresto. Incluso, se vale fingir que se está creando una cosa viral cuando, en realidad, hasta los hashtags "virales" los está poniendo la agencia.

Sorprendentemente, esta última es lo que más parece manejo de comunidad. El fingir que hay apoyo a una propuesta, o que surge de la nada, permite confundir mucho más a los observadores, una estrategia que intentó montar el equipo de Juan Manuel Santos en su campaña y que, efectivamente, no funcionó debido a que se fueron de pendejos en sus métodos. Ahora la técnica es más sutil, pero el principio es el mismo. Sea inundando el TL con mensajes que, como el pescado, al tercer día huelen a rancio, o proponiendo que "pongamos un póster" cuando hay ya 15000 en imprenta diseñados por la agencia, el tema es bastante crudo. Y cualquier cosa vale. Hasta aceptar que un pobre diablo que de casualidad tiene 1700 followers puede servirles para hacerles publicidad. Aunque nunca haga lo que ellos quieren. Y a veces, hasta los delate.

Adenda. Un lector de prueba de este artículo me hizo caer en cuenta de un tema. La labor más importante del CM no es propiamente la publicitaria. El mejor uso que se le puede dar a las redes sociales en una empresa es la de generar una comunicación entre clientes. Yo lo había mencionado parcialmente más arriba, al hablar de cómo el CM recibe madrazos y alabanzas; y esa labor, esa comunicación conjuga no sólo al publicista, sino también al jefe de prensa, al representante comercial y hasta al operario de call center. Todos ellos en Twitter y Facebook se conjugan en esta comunicación CM - usuario, y es una labor importante que, en este país, ha sido fuertemente desaprovechada.

lunes, 16 de enero de 2012

Haciéndole el ole a la discusión taurina

Como todos los años, la presencia de la temporada taurina en Colombia alborota el debate entre los fanáticos al ancestral arte de la tauromaquia y quienes se oponen a la tortura de los toros para la diversión de un público adepto a la sangre. Estos términos, sacados de las opiniones mayoritarias de ambos lados, permiten denotar un problema fundamental que hay en la pelea entre protaurinos y antitaurinos: la radicalización de las partes.

En mis años de experiencia, que no son muchos pero son, no he visto un debate tan parcializado como lo es el relativo a la tauromaquia. Los anti-taurinos, para empezar, son extremadamente virulentos en su posición de considerarla como una tortura, creen que esa creencia bárbara, elitista y retrógrada debe ser extirpada de inmediato, e igualan a los toreros y taurófilos con asesinos salvajes, sádicos y desconsiderados con el sufrimiento de unas pobres reses maltratadas. Y para ellos, quienes lo reportan sin incluir condenas a este (léase: quienes hacen artículos sobre toros, o twittean de toros sin necesidad de ser adeptos a las corridas) son también salvajes asesinos y apoyan el maltrato animal.

Los taurófilos, por su parte, son más moderados en sus mecanismos, pero igualmente fanatizados. Para ellos, la tauromaquia es un arte antiguo, una tradición inmemorial traída desde la península Ibérica con la conquista, una parte importante de la cultura hispánica que está en las bases de la cultura colombiana. Acuden ellos, en su estilo sonoro y altisonante, a mencionar los grandes hitos arquitectónicos, literarios y pictóricos que el toreo ha dejado a la cultura mundial, y consideran el tema de los antitaurinos como una invasión de la modernidad y la pérdida de nuestras raíces y nuestras tradiciones.

Parte y parte tienen razón. Objetivamente, la tauromaquia tiene mucho que ver con nuestra cultura, y no hay que recurrir a Hemingway o Goya, Botero o la Santamaría para verlo. Frases coloquiales como "mientras más bravo el toro, mejor la corrida", "darle la estocada", "vuelta al ruedo" y demás son necesariamente relativas a la penetración que en tiempos antiguos tenían los toros en el pueblo. Y el lenguaje taurino resulta sonoro, peculiarmente hermoso en sus términos, casi románticos, para referirse al toro. Para el ejemplo, este recorte de un comentario sobre cierta corrida de rejones (léase, a caballo):

Lo toreó de cabo a rabo, de principio a fin: desde que lo recibió en puerta de toriles para llevarlo al galope por todo el ruedo con el regatón de su larga garrocha campera arrastrando por la arena como si fuera un imán, hasta el rejonazo de muerte que le dio en el mismo platillo de la plaza. Lo levantó el puntillero al sacarle el acero, y el toro se fue a morir a toriles una muerte de bravo. Y entre una y otra cosa, qué buen toreo a caballo, y de qué intensidad: templando siempre al toro, citándolo con las manos del caballo encabritado en una corveta, recibiéndolo con los pechos como con una muleta adelantada, dando cabriolas y lanzadas de desplante y piruetas de adorno entre los dos pitones, y ensayando en las pausas juegos de paso español delante del toro estupefacto, que en su vida había visto semejante espectáculo.

Para el antitaurino, por su parte, el anterior comentario se resume en: "el torero mareó al toro, que estaba alborotado, y entre aplausos de la muchedumbre el asesino, montado en su caballo, le enterró una espada para matarlo y que se le cortaran sus orejas".

El antitaurino, en el proceso, ignora ciertas situaciones derivadas de la tauromaquia. No referidas al tema cultural, porque yo con cultura no pretendo meterme: de los toros depende no sólo ganaderías, toreros y algún que otro periodista, sino también las taquillas de la Plaza, vendedores en sus aledaños, restaurantes que hacen previas y condumios, en fin. Así mismo, el toro de tauromaquia no es cualquier novillo sacado de una finca ganadera donde estaba engordando para dar carne: es un toro alimentado con el mejor pienso, cuidado en los mejores potreros, dejado madurar durante tres o cuatro años en extensas fincas (y no tratado a las patadas, como hacen los ganaderos lácteos) de una raza peculiar y refinada para atacar a quien se atraviese. No puede decirse, como escuché alguna vez a mi hermano, radical antitaurino, que los toros podían volver con las vacas lecheras y esperar comida: las destrozarían a cornadas. La extinción de la tauromaquia implicaría la extinción de negocios como este.

Y el protaurino, por su parte, olvida un hecho objetivo: está viendo matar a un toro. Y lo celebra. La tauromaquia, desposeída de todo su carácter artístico, puede resumirse simplemente como una forma elaborada y ante un público de matar seis toros. Después de la corrida, el torero es celebrado, le llueven claveles y palmas y de pronto le dan la vuelta al ruedo mientras al toro muerto lo destazan, despellejan y trozan para llevarlo a las carnicerías y asarlo con papa salada, guacamole y maduro. Visto así, pareciera que lo que apoyan los taurófilos, más que la matada del animal, es el arte alrededor de esta. Tal como los hinchas de ciertos equipos de fútbol, que no apoyan a los 11 tipos que le dan patadas al balón, sino a los 3000 que cantan cuando las patadas salen bien y putean cuando estas salen mal.

Medidas como la del alcalde Petro, de suspender el apoyo a las corridas en Bogotá, pueden ser útiles para acabar con el fanatismo a la tauromaquia, o por lo menos, hacerlo privado. Pero lo que proponen los antitaurinos, de cerrar todas las plazas y acabar con todo lo relativo a estos de una vez, es básicamente inviable. La tauromaquia sí está arraigada en la sociedad, aunque las corridas en Bogotá sean una muestra de la élite: para la muestra, las corridas en Duitama, donde esa élite proveniente de la capital se codea con los campesinos y obreros humildes, que también son conocedores y disfrutan de las corridas, a su estilo.

Tal vez en varios años la pelea se pueda resolver, por un mecanismo que los antitaurinos hacen lo posible por promover, pero que ellos mismos se aseguran de impedir: la deserción de materia. Los opositores a las corridas hacen toda la bulla del mundo contra los taurófilos, y esta bulla sirve para reclutar más antitaurinos, pero no para reducir el número de fanáticos a las corridas. Estos, como su nombre lo indica, son fanáticos, y su fanatismo a dicho arte hace que vean el arte como algo intrínseco e imposible de negociar. Y la pelea radicaliza a las partes, como se dijo en un principio. Y una pelea radicalizada impide cualquier tipo de discusión.

A pesar de su virulencia, tanto taurófilos como antitaurinos son minorías en una masa indiferente. Estoy seguro que, si no fuera por la bulla de lado y lado, esta masa indiferente crecería, hasta el punto en el que las corridas dejaran de ser rentables y viables. Y como nadie es capaz de hacer algo únicamente por amor al arte (esa es la pelea real de los protaurinos con Petro: que se les retire un patrocinio de la Alcaldía en dinero), las corridas acabarían, simplemente porque no dan dinero. Así han acabado muchas cosas con grandes aficiones, como las carreras de caballos en Colombia, o las emisoras que sólo daban reguetón. Es simplemente callarse, dejar de pararle bolas y ya. Es un reto para los antitaurinos, pero es la forma más efectiva de conseguir el fin de un antiguo problema, y sin tanto esfuerzo; sólo paciencia.