Acabas de irte. Después de venirnos, nos despedimos y nos retiramos. Te desconectas porque tienes que dormir. Yo tengo todavía trabajo por hacer, fotocopias por leer. Tu trabajo, mi universidad. Los dos alejados por la distancia; una serie de alambres y una visita a Skype nos acerca a los dos.
Pero ya no es suficiente.
Yo no quiero estar contigo sin estarlo. No es lo mismo oírte gimiendo y suspirando sin sentir tus suspiros encima. No es lo mismo leer cómo te mojas por lo que mi teclado y mi lengua dicen, no por lo que mis dedos y mi lengua (te) hacen. No es lo mismo ver cómo te secas el sudor sin secártelo lamiéndote. En fin, no es lo mismo instruirte para que te masturbes, y masturbarme en el proceso, que tener sexo.
Yo sé, en los primeros días fue suficiente, y fue muy excitante. Desde aquella remota noche de octubre en que nos quitamos las prevenciones y te pasaste la mano por encima de la camisa, provocativa y seductora, cada quien conoció los gustos, del otro y hasta los propios, como cuando te dejaste sólo el audífono izquierdo porque descubriste que hablarte por ese lado te excitaba más. Poco a poco, Skype y tu iniciativa fueron campo para poder vencer mis temores y miedos, hasta el día en que tu regalo por mi cumpleaños resultó ser la primera sesión de sexo virtual en mi vida. Y sí que fue excitante esa vez, y las siguientes. Hasta que nos conocimos.
Esa tarde, tú estabas acá por algún motivo laboral que se me olvida. Yo sabía que ibas a venir, y había intentado cuadrar un café contigo, pero te me adelantaste; como siempre, tú llevando la iniciativa. Llegaste a la universidad a la hora exacta en la que salía ese martes, y ahí lo supe: pediste tu tiquete en el primer avión para poder pasar la noche acá, conmigo. Y así fue: no necesitamos más que un par de cervezas y una cena. Ya sabíamos lo que nos gustaba, lo que nos excitaba, y cómo conseguir del otro el máximo de placer; y así, sin mediar palabra, tuvimos un polvo épico, si cabe la expresión. De esos que muy pocas veces se repiten.
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