martes, 2 de febrero de 2010

Salto al vacío

Hasta hace 10 años, que tuvimos automóvil en la familia, las vacaciones de enero incluían viaje en bus. Partir a las 5 de la mañana, en una brumosa Duitama agobiada por las heladas, y llegar cosa de las 2 de la tarde a Viotá, pueblo feo como todos los de tierra caliente, en una hondonada de la cuenca del Río Bogotá; todo para terminar el recorrido a las 3, en la finca de mi abuelo. Parar a las 9 al Terminal, para cambiar bus y comer un entremés. Y mi parte favorita: ver los paisajes que nos prodigaba la vieja carretera a Girardot, que se aferra precariamente a los riscos tallados por los siglos en el cañón del río que drena la Sabana de Bogotá.

Indefectiblemente, el más espectacular de estos paisajes era el del Salto del Tequendama. La selva y la verticalidad de los filos eran una variación sorprendente para un niño de 9 años, acostumbrado a los bosques bajos andinos y la pendiente de las montañas boyacenses. Así mismo, el hotel abandonado que parece desafiar la gravedad, suspendido casi en una caída a pico, recordando a la mente infantil los castillos de las películas de terror. Otras estructuras que se sostienen mediante maravillas de la ingeniería criolla como contrafuertes de guadua, las casetas donde venden chorizos y longaniza. A ambos lados del cañón, las rocas cortadas verticalmente, que según mi papá son propicias para rappel, pero peligrosas debido a su aislamiento. Y en la mitad del abismo, el motivo de todo esto. La forma semicircular de su emplazamiento hace verlo como un anfiteatro, siendo así el salto escenario de una maravilla de la naturaleza.

Aunque el paseo había sucedido varias veces, tal vez la más memorable de todas fue en el 98. Lluvias repentinas sobre la Sabana de Bogotá propiciaron que el caudal del río, en el viaje de subida, fuera más alto de lo esperado en enero. Así pues, pude apreciar la fuerza de la naturaleza hecha caída, en el punto donde el torrente del río Bogotá abandona con gran fuerza e impulso la cuenca de la Sabana, labrada hace milenios por las glaciaciones, se precipita 150 metros al abismo, provocando estruendo y fuerte niebla. Esa vez pude ver la gran fuerza del caudal, el por qué había allí un hotel abandonado, y la atracción que ejerce sobre todos los que lo visitan.

Los indígenas muiscas decían que el salto del Tequendama había sido abierto por Bochica para drenar el inmenso lago que luego sería llamado por Jiménez de Quesada "valle de los Alcázares". Supe ahí, viendo desde la ventana de un bus atestado de gente, por qué los chibchas creían en el origen sobrehumano del salto: la demostración de fuerza y potencia que exhibía el torrente, a pesar de su nauseabundo olor, son más que suficientes para empequeñecer a quien la ve. Cabe imaginar que en sus tiempos, sin carreteras ni alcantarillas, el río, aún más ancho y extenso, fuera sobrecogedor para los mercantes que descendian al cañón para contactar con pijaos, quimbayas y demás tribus del valle de la Magdalena, antes que los españoles prefirieran bajar por Faca y Honda.

Nunca he podido ir en época de lluvias; de hecho, no había podido volver a cruzar la carretera, ya que mi papá prefiere descender por la mejor mantenida, pero igual de tortuosa, carretera a Girardot por La Mesa. El 3 de enero, debido a plan retorno en la vía de Fusagasugá, fue necesario que bajáramos a Flandes, donde pasaríamos unos días, por la carretera del Salto. Aún así, no habíamos recorrido más de un kilómetro al lado de la cuenca del río Bogotá, sin caer en cuenta de dos detalles: que no había ruido, y que no había hedor. Señales de que el cauce del río Bogotá estaba, básicamente, seco.

Así era. El caudal esperado, había quedado disminuido al chorro que uno espera en una ducha. Obviamente, igual de apestoso a como es el resto del caudal faltante. El "río" era un trecho de roca arenisca, tinturada de negro en varias partes de la caída. No había niebla, aunque la nubosidad era altísima. Y el agua? Bombeada para ser represada en el embalse del Muña, esperando que Emgesa (que ha vallado densamente toda el área inmediatamente al pie del lecho del río, prohibiendo el acceso y sugiriendo que el río Bogotá entre Soacha y Mesitas es propiedad privada de ellos) decida lanzarla entre turbinas, para producir electricidad y vendérsela a los bogotanos.

Así pues, aunque la selva y los riscos se mantuvieran incólumnes, el aspecto que daba el antiguo esplandor, que llegaba a mi memoria y llenaba la falta de agua, de bulla y hasta de peste, era de desolación, similar al que tiene un teatro vacío y a oscuras. Allá la piedra de los suicidas, en la que los valientes posaban en los 50, ahora propiedad de Emgesa. Más cerca, junto al hotel, un par de vacas pastando, inverosímilmente sostenidas en una pendiente de unos 60°. Abajo, un pocito estancado. El río no daba señales de vida, y no las daría hasta Tocaima, en donde se mostraría negro y calmo, tal como quedaba en Soacha.

El Salto del Tequendama, con todo y la contaminación, no merece ser entubado. Daría todo por ver el salto en su esplendor de los tiempos precolombinos, coloniales e incluso de principios del siglo XX, cuando la actividad humana en la Sabana había mantenido peces como el capitán en los ríos, humedales, cañadas y lagunas que drenaban la planicie. Hoy, 9 millones de personas botamos nuestras aguas mayores y menores para producir electricidad con ellas, de paso impidiendo una descontaminación primaria del río: entre un tubo, el agua que llega al río Magdalena no obtiene el oxígeno que obtenía cuando el torrente caía por el risco.

Una idea inteligente es la sucedida en las cataratas del Niágara, que dan electricidad a Buffalo y otras ciudades de Nueva York, Ohio y Ontario. Para evitar privar a los turistas de la belleza local, las agencias binacionales autorizan que la compañía eléctrica que explota los generadores usen una cota máxima del caudal de las cataratas, con lo cual se produce electricidad y se mantiene la afamada vista de la caída de agua. Tal vez la CAR, el Ministerio de Ambiente y otras entidades oficiales, cuyo campo de acción incluya la contaminación acuática, deberían implementar estas cotas a Emgesa, la cual toma como privado el flujo de agua de toda la Sabana, y no sólo priva a los turistas del estruendo del río al precipitarse por 157 metros entre la selva, sino que también causa problemas de salud para los vecinos del lecho seco, como bien lo aclara El Espectador.

No creo que Emgesa se vaya a quebrar si se le exige mantener un caudal mínimo en el río, digamos, un metro cúbico por segundo (el caudal promedio del río Bogotá en verano es de 12 metros, a la altura de Soacha). Y sí permite que todo lo sucedido y comentado acá deje de suceder. La culpa no es propiamente del fenómeno del Niño, o del clásico verano decembrino. En este caso, la culpa apunta al espejo de agua negra que separa Sibaté de la carretera a Fusa. Por tanto, la solución está allí.

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