domingo, 8 de octubre de 2017

Cuento cartagenero

Torturada por los fantasmas de la histórica casa, Alicia sale todos los días a eso de las 4 a recorrer las calles adoquinadas entre el baluarte de San Juan y la plaza de Santa Clara en su silla motorizada. Aunque los años blanquearon su sien y curtieron la piel cetrina de sus brazos, su arrugado rostro muestra a la vez la distinción de ser la última marquesa de Consuegra y la esperanza de que este día sí encontraría al hombre que la amó antes de regresar al Louisville.

En su mente sólo existía esa posibilidad desde que lo despidió en la bahía, prometiéndole escribirle a diario y un pronto encuentro. Alicia lo supo desde que lo vio por primera vez, desorientado por allá en los tiempos en que Santo Domingo estaba cayéndose a pedazos y nadie venía. Con el inglés burdo y atropellado que aprendió en el Marymount hasta que pudo pagarlo, le preguntó qué buscaba. Quería hallar una oficina de correos para poner un telegrama.

Se ofreció a acompañar al apuesto joven a quien la blancura de los dientes y las charreteras del uniforme contrastaban con su tez oscura, pero diferente a la de Aminta y Bernardo. Tal vez fuera el uniforme de la armada o el dejo de Tennessee en su acento, pero algo la atrajo locamente. Y se ofreció a acompañarlo al correo y a mostrarle la ciudad.

El viejo Mauricio sólo se enteró a los dos días, cuando nadie le dio señal de por qué su hija no estaba a la hora de la cena. Aminta no la vio por andar en la cocina con su hija Leonor: Bernardo había lavado el Buick después del viaje a Manzanillo, y los fantasmas de los marqueses de Consuegra no aparecían sino después de las 8. La respuesta la tenían los de la tienda en lo que fuera la cochera. Alicia y su Jeffrey se habían ido a caminar su idilio mientras tomaban Jack Daniel's a poco de botella, y habían agarrado hacia los descampados de San Diego. Sí, estaban seguros: ninguna otra niña de 15 años había ido hacia allá muerta de la risa y en gancho con un marinero gringo negro.

Para don Mauricio, que aunque se apellidaba Samudio firmaba "de Consuegra", la situación estuvo al borde de provocar una apoplejía. ¿Alicia, la niña de sus ojos, con un negro? ¿Tomando alcohol a sus 15? ¿Y en el descampado de San Diego? Sacó la escopeta de su gaveta, prendió el Buick recién lavado y casi arrolló a Bernardo al salir disparado en su afán de recuperar el respeto de su casa, una de las más prestigiosas de Cartagena.

Cuando vio a la niña, está exhibía sus rizos dorados y su tez pálida recostada en el pecho del marinero, que le narraba entonces sus peripecias en un desembarco a Nicosia. El viejo frenó en seco y dejó a los dos jóvenes enceguecidos, dos cervatillos ante el arma despiadada del cazador.

- ¡Yo mato a este negro hijueputa por violar a mi hija!

Jeffrey, que a duras penas mascullaba tres palabras de castellano, le dijo que sacaría el arma, pero por delante se puso Alicia y pidió clemencia a su padre.

 - Nada de eso, hija, ¡quítate que lo mato así te mate!

Don Mauricio apuntó y haló el gatillo, pero la escopeta se encasquilló. Con un sonoro "¡carajo!" la lanzó al suelo: la pólvora estalló y un perdigón casi imperceptible se metió en la desnuda espalda de Alicia. El marino saltó a protegerla mientras se desplomaba, pero el colérico padre trató de meterle un culatazo. De un puño, Jeffrey logró noquear al viejo y se fue con Alicia al hospital naval. Mintió que la había salvado de un robo, vio cómo le sacaban una novedosa placa de radiografía y se despidió prometiéndole con todo el amor del mundo que le iba a escribir apenas zarparan de Cartagena. Un día se reunirían en su natal Chattanooga y serían felices.

Más duró en zarpar el Louisville de la bahía que el viejo Mauricio en desatar un escándalo internacional. Juró que el escopetazo había sido obra del marinero negro, que había tratado de violar a Alicia, y que ese infame pagaría con la pena capital. Logró pedirle al cónsul que le hicieran juicio marcial: a los tres días Jeffrey recibió la descarga deshonrosa por el escándalo en el que había metido a los Estados Unidos de América, y se esfumó.

Alicia vaga con la silla motorizada por el centro histórico para evitar que el fantasma de su padre y los otros marqueses sigan repitiendo esa infamia. El perdigón no solo le quitó el uso de sus piernas, sino la relación con su padre y el deseo de otro cuerpo que no sea el de Jeffrey. Cuando al viejo lo devoró la pleuresía, tapió la puerta de su habitación, y ahora solo le queda Leonor. Ella la apremia para que salga y le muestre al próximo gringo perdido en La Heroica dónde queda lo que quiere encontrar.

El Buick quedó sepultado bajo una mata de maleza que también destruye la pared que separa el parqueadero de la habitación paterna. La escopeta sigue en su portaequipajes, al lado del nido de ratones que se come el baúl donde el viejo colérico condenó al olvido las más de 600 cartas que la hija que había dejado sin piernas nunca leería, provenientes de Chattanooga.

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