lunes, 16 de enero de 2012

Haciéndole el ole a la discusión taurina

Como todos los años, la presencia de la temporada taurina en Colombia alborota el debate entre los fanáticos al ancestral arte de la tauromaquia y quienes se oponen a la tortura de los toros para la diversión de un público adepto a la sangre. Estos términos, sacados de las opiniones mayoritarias de ambos lados, permiten denotar un problema fundamental que hay en la pelea entre protaurinos y antitaurinos: la radicalización de las partes.

En mis años de experiencia, que no son muchos pero son, no he visto un debate tan parcializado como lo es el relativo a la tauromaquia. Los anti-taurinos, para empezar, son extremadamente virulentos en su posición de considerarla como una tortura, creen que esa creencia bárbara, elitista y retrógrada debe ser extirpada de inmediato, e igualan a los toreros y taurófilos con asesinos salvajes, sádicos y desconsiderados con el sufrimiento de unas pobres reses maltratadas. Y para ellos, quienes lo reportan sin incluir condenas a este (léase: quienes hacen artículos sobre toros, o twittean de toros sin necesidad de ser adeptos a las corridas) son también salvajes asesinos y apoyan el maltrato animal.

Los taurófilos, por su parte, son más moderados en sus mecanismos, pero igualmente fanatizados. Para ellos, la tauromaquia es un arte antiguo, una tradición inmemorial traída desde la península Ibérica con la conquista, una parte importante de la cultura hispánica que está en las bases de la cultura colombiana. Acuden ellos, en su estilo sonoro y altisonante, a mencionar los grandes hitos arquitectónicos, literarios y pictóricos que el toreo ha dejado a la cultura mundial, y consideran el tema de los antitaurinos como una invasión de la modernidad y la pérdida de nuestras raíces y nuestras tradiciones.

Parte y parte tienen razón. Objetivamente, la tauromaquia tiene mucho que ver con nuestra cultura, y no hay que recurrir a Hemingway o Goya, Botero o la Santamaría para verlo. Frases coloquiales como "mientras más bravo el toro, mejor la corrida", "darle la estocada", "vuelta al ruedo" y demás son necesariamente relativas a la penetración que en tiempos antiguos tenían los toros en el pueblo. Y el lenguaje taurino resulta sonoro, peculiarmente hermoso en sus términos, casi románticos, para referirse al toro. Para el ejemplo, este recorte de un comentario sobre cierta corrida de rejones (léase, a caballo):

Lo toreó de cabo a rabo, de principio a fin: desde que lo recibió en puerta de toriles para llevarlo al galope por todo el ruedo con el regatón de su larga garrocha campera arrastrando por la arena como si fuera un imán, hasta el rejonazo de muerte que le dio en el mismo platillo de la plaza. Lo levantó el puntillero al sacarle el acero, y el toro se fue a morir a toriles una muerte de bravo. Y entre una y otra cosa, qué buen toreo a caballo, y de qué intensidad: templando siempre al toro, citándolo con las manos del caballo encabritado en una corveta, recibiéndolo con los pechos como con una muleta adelantada, dando cabriolas y lanzadas de desplante y piruetas de adorno entre los dos pitones, y ensayando en las pausas juegos de paso español delante del toro estupefacto, que en su vida había visto semejante espectáculo.

Para el antitaurino, por su parte, el anterior comentario se resume en: "el torero mareó al toro, que estaba alborotado, y entre aplausos de la muchedumbre el asesino, montado en su caballo, le enterró una espada para matarlo y que se le cortaran sus orejas".

El antitaurino, en el proceso, ignora ciertas situaciones derivadas de la tauromaquia. No referidas al tema cultural, porque yo con cultura no pretendo meterme: de los toros depende no sólo ganaderías, toreros y algún que otro periodista, sino también las taquillas de la Plaza, vendedores en sus aledaños, restaurantes que hacen previas y condumios, en fin. Así mismo, el toro de tauromaquia no es cualquier novillo sacado de una finca ganadera donde estaba engordando para dar carne: es un toro alimentado con el mejor pienso, cuidado en los mejores potreros, dejado madurar durante tres o cuatro años en extensas fincas (y no tratado a las patadas, como hacen los ganaderos lácteos) de una raza peculiar y refinada para atacar a quien se atraviese. No puede decirse, como escuché alguna vez a mi hermano, radical antitaurino, que los toros podían volver con las vacas lecheras y esperar comida: las destrozarían a cornadas. La extinción de la tauromaquia implicaría la extinción de negocios como este.

Y el protaurino, por su parte, olvida un hecho objetivo: está viendo matar a un toro. Y lo celebra. La tauromaquia, desposeída de todo su carácter artístico, puede resumirse simplemente como una forma elaborada y ante un público de matar seis toros. Después de la corrida, el torero es celebrado, le llueven claveles y palmas y de pronto le dan la vuelta al ruedo mientras al toro muerto lo destazan, despellejan y trozan para llevarlo a las carnicerías y asarlo con papa salada, guacamole y maduro. Visto así, pareciera que lo que apoyan los taurófilos, más que la matada del animal, es el arte alrededor de esta. Tal como los hinchas de ciertos equipos de fútbol, que no apoyan a los 11 tipos que le dan patadas al balón, sino a los 3000 que cantan cuando las patadas salen bien y putean cuando estas salen mal.

Medidas como la del alcalde Petro, de suspender el apoyo a las corridas en Bogotá, pueden ser útiles para acabar con el fanatismo a la tauromaquia, o por lo menos, hacerlo privado. Pero lo que proponen los antitaurinos, de cerrar todas las plazas y acabar con todo lo relativo a estos de una vez, es básicamente inviable. La tauromaquia sí está arraigada en la sociedad, aunque las corridas en Bogotá sean una muestra de la élite: para la muestra, las corridas en Duitama, donde esa élite proveniente de la capital se codea con los campesinos y obreros humildes, que también son conocedores y disfrutan de las corridas, a su estilo.

Tal vez en varios años la pelea se pueda resolver, por un mecanismo que los antitaurinos hacen lo posible por promover, pero que ellos mismos se aseguran de impedir: la deserción de materia. Los opositores a las corridas hacen toda la bulla del mundo contra los taurófilos, y esta bulla sirve para reclutar más antitaurinos, pero no para reducir el número de fanáticos a las corridas. Estos, como su nombre lo indica, son fanáticos, y su fanatismo a dicho arte hace que vean el arte como algo intrínseco e imposible de negociar. Y la pelea radicaliza a las partes, como se dijo en un principio. Y una pelea radicalizada impide cualquier tipo de discusión.

A pesar de su virulencia, tanto taurófilos como antitaurinos son minorías en una masa indiferente. Estoy seguro que, si no fuera por la bulla de lado y lado, esta masa indiferente crecería, hasta el punto en el que las corridas dejaran de ser rentables y viables. Y como nadie es capaz de hacer algo únicamente por amor al arte (esa es la pelea real de los protaurinos con Petro: que se les retire un patrocinio de la Alcaldía en dinero), las corridas acabarían, simplemente porque no dan dinero. Así han acabado muchas cosas con grandes aficiones, como las carreras de caballos en Colombia, o las emisoras que sólo daban reguetón. Es simplemente callarse, dejar de pararle bolas y ya. Es un reto para los antitaurinos, pero es la forma más efectiva de conseguir el fin de un antiguo problema, y sin tanto esfuerzo; sólo paciencia.

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