martes, 5 de abril de 2011

El amor libre

Estoy enamorada. De una forma absurda. Siempre creí que mi príncipe azul (por el jean Diesel, obvio) llegaría a mí montado en un brioso corcel BMW, plateado y cabriolet. No esperaba menos, así me criaron mis papás. Desde antes de salir de Puerto López a estudiar administración en Bogotá, ya conocía los Estados Unidos. Y no fue más que llegar a la capital para recibir mi propio apartamento en Chapinero Alto, mi carro (eso fue después que resulté becada), tarjeta de crédito y celular postpago, y una excelente dotación para estar siempre con lo último.

Y tampoco lo voy a negar. Soy atractiva y creo que debo usarlo como mejor me guste. Y en ese entonces era aún más atractiva, lo sé. Iba al gimnasio todas las mañanas, al salón de belleza todas las semanas, a broncearme en Melgar o Villeta cada mes, y a comprar ropa y zapatos cada dos meses. No escatimé en nada entonces, sólo en la comida. Era una mujer que, al bajarme del Twingo o del taxi en la universidad, estaba segura que podía llamar la atención sin necesidad de ser estridente. No importaba que sea un poco más bajita que el promedio, eso lo compensaba con el cuerpazo que me gastaba y la habilidad de seducir sólo a quien necesitaba.

Y así lo hice. El profesor Samper, que estaba a punto de joder mi historia académica hasta que me jodió de otra forma y se le jodieron los planes con un 4.5 de nota final, que tecleó todavía sudoroso en su planilla final desde mi computador, en mi alcoba. El brillante Rada, feo pero un sacrificio útil, que me ayudó a pasar sin mayor esfuerzo la matemática. Jesús Olaya, al que se le daban tan bien los ensayos como el sexo oral. Por supuesto, también estaban los amantuchos de pacotilla, los one night stands, y las relaciones de tres meses para que las exposiciones dejaran de ser una tortura y se volvieran un paseo, y si gozaba, mejor.

Pronto corrió el chisme: que yo era una perra. Y dolió, para qué negarlo. Pero siempre me impuse; como les dije antes, sólo me comía a los que me importaba. Nunca nadie me pudo emborrachar y llevarme a la cama, porque si algo heredé de Puerto López, fue un hígado resistente y la experiencia: así perdí la virginidad, y me juré que nunca me iba a pasar de nuevo. Tampoco cometí lo que se llama "un error": cada one night stand era alguien a quien quería comerme y nada más. La única relación "seria", si quieren llamarlo así, es la de Olaya, pero no porque fuera el mejor amante (cuando estábamos cuadrados tuve muchos polvos mucho mejores, aunque cómo me lamía...) sino porque era el mejor escritor, y yo estaba siempre preparada a que él, luego de terminar sus ensayos, ensayara toda suerte de posiciones para creerse él el mejor polvo. Y yo fingía cuando tocaba, y disfrutaba cuando podía.

Así llegué a la pasantía, y me gané lo que mi mamá llamó "un puestazo". Una pasantía remunerada en una multinacional, en planeación de proyectos. La expectativa de que el puesto sería mío al terminar esos seis meses. El sueldo. que me aseguraba la independencia y la posibilidad de viajar cuando se me diera la gana. Y un jefe supremamente atractivo, un inglés elegantísimo y caballeroso, y al mismo tiempo, bebedor empedernido, aunque algo retraído. Todo estaba listo, mi vida sería una maravilla.

Aún así, no fui feliz. El trabajo fue muy duro, y por tanto me tocó dejar de ir al gimnasio: no podía llegar a la oficina muerta, ni qué decir a la salida. El sueldo me satisfacía, pero estaba bebiendo cada vez más y bailando cada vez menos. Y además, mi jefe resultó ser un sádico, que quería convertirme en su esclava tanto en la oficina como en el reservado del Radisson que tenía. El día que le dije que no quería irme con él a Cartagena de puente, la pagué caro: toda su frustración se la dio al trabajo. La tensión me tenía loca, y el colmo resultó ser que mi jefe directo diera su veredicto: aprobaba la pasantía, pero esperaba un nuevo pasante el otro semestre. No había dado la talla para trabajar con él.

Esa semana, mi príncipe azul llegó de otra forma. Me le presenté: "mucho gusto, Tatiana". Lo primero que dijo: "Lindo nombre, linda mujer." Y su voz me cautivó, su mirada me mató, y su habilidad de seducción me atrajo irreversiblemente. Una sensación increíble se apoderó de mí, no puedo explicarla. Ustedes entenderán: se fue al carajo mi idea de un príncipe en BMW, ahora lo había reemplazado por quien tenía al frente.

Hoy también está al frente, en la bañera. También descubrí que era buen polvo; esa misma noche, de hecho. Y ella estuvo en mi graduación, porque mi papá nunca aceptó que me metiera en esta relación, y prácticamente me desheredó. Pero ahora estamos felices, nadie nos molesta. Mamá me sigue girando plata, pero ya no hay apartamento ni carro para mí. Mi trabajo actual no importa. Vivo con mi amor, y Paula, mi propia princesa azul, resultó sacando la lesbiana que casi todas las mujeres llevamos dentro. Ese es el amor libre, y las dos estamos enamoradas y libres. ¿Qué más podemos pedir?

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