lunes, 11 de octubre de 2010

La mujer de mi vida

(N. de la P.: El siguiente cuento lo realicé yo como parte de un trabajo de mi hermano, para su clase de Taller de Creatividad 1 (me queda grande suponer que en la Nacional dictan tres clases de ese nombre, para ingenieros industriales). Esto fue lo que salió. La mujer de las gafas blancas existe, estudia creo que Relaciones Internacionales en el Rosario. No sé cómo se llama, y todo el resto sí es un ejercicio de la imaginación.)





Lo primero que me llamó la atención de ella fueron sus gafas blancas. Las mismas gafas que me llevaron a ver sus ojos claros, con una mirada profunda y triste. Algo comprensible a tan temprana hora de la mañana, y en un Transmilenio repleto de gente, que viaja hacia el norte. Sólo supe en ese momento que ella era la mujer más atractiva que yo jamás había visto en mi vida.

Entró en la estación del Campín. Yo iba de pie, apretujado en el mismo viaje de siempre, 6:30 de la mañana, por la 30 para la oficina. Iba escuchando las noticias de Caracol, como siempre, pero cuando ella entró, alta y segura, empujada por la puerta cerrándose para que el bus arrancara, dejé de prestar atención a los últimos hechos del presidente Santos y el ministro Vargas Lleras. Obviamente, no podía ver qué tal era su cuerpo, pero no me importaba: su cara me atraía mucho. La nariz apenas prominente, como la de una muñeca, la boca pequeña que tarareaba alguna canción que vendría oyendo en su reproductor de música. El pelo rubio y liso, que le llegaba más o menos hasta los hombros, y le enmarcaba unas mejillas como de porcelana.

En la estación Simón Bolívar, me propuse intentar hacerle la conversación. Pero ¿cómo? Si tenía un par de audífonos, era lógico que ella no quisiera que la molestaran. Podría empezar a hablarle precisamente sobre eso, pero lo más seguro es que ella me viera con cara de “y este tipo, ¿qué?” Tal vez incluso me rechazara de forma más escandalosa. Ya se sabe: “a usted qué le pasa, fuera, policía” y eso. Y me tocaría ir con los policías. Algo que no quería, por supuesto. En esas cuentas, se me fue una parte del viaje.

Ya íbamos llegando al cruce de la Escuela Militar. Y ahí seguía yo, preguntándome sobre cómo iniciarle la conversación. Oí que le timbró el celular,  y no se quitó los audífonos: era un celular lo que estaba oyendo. ¿Estaría oyendo noticias, alguna emisora juvenil – pues parecía de universidad, y no de cualquier universidad – o tal vez música en su celular? Habló, y yo me quité los audífonos de mi propio celular para poder oír su voz. Que Darío Arizmendi siguiera hablando, pensé, eso no me interesaba en el momento. Sólo quería oírla.

El Transmilenio arrancó para cruzar el semáforo de la 24. Justo en ese momento, un camión viejo, un Ford de los años 60 (supe después) iba a toda velocidad por la carrera 24, acercándose al cruce: el conductor no pudo frenar a tiempo por las toneladas de papa que llevaba en sobrecarga (supe después), y se estrelló a casi 50 kilómetros por hora, a las 6:45 de la mañana de ese viernes, contra dos autos, antes de detenerse en el Transmilenio en el que yo iba. El camión se incrustó en las puertas delanteras, y mi niña de piel de porcelana iba recostada contra una de esas puertas. Sus gafas blancas salieron despedidas, su nariz de muñeca se dio contra uno de los tubos para sostenerse, y su cabeza sufrió varios cortes por las esquirlas de vidrio que salieron del camión (supe después).

Yo también me golpeé contra una silla en el pecho y la cabeza, pero no sufrí mayor daño aparente, más allá de un dolor de cabeza. Varios pasajeros ya habían roto los vidrios de emergencia, un par estaban llamando al 123, y otros comenzaban a intentar mover a los heridos para sacarlos del bus. Yo me uní a ellos apenas retomé la conciencia, y sorprendentemente, a mi niña de piel de porcelana nadie la había visto. Y ella estaba sangrando por su nariz rota, su mata de cabello rubio se veía oscurecida por la sangre que estaba secándose en ella. Me le acerqué y le hice la pregunta más estúpida que se me ocurrió en el momento:


   -   ¿Ya te atendieron?
  Sí, no se preocupe.
   - No, sí me preocupo, estás sangrando. Ven, sal mientras llegan las ambulancias.

Salimos por la puerta de emergencias, y la dejé en el separador de la calle. Ella se recostó contra el borde de la calle a esperar alguna ambulancia, y mientras tanto, el dolor de cabeza mío se iba haciendo más fuerte. Yo también me senté al lado, y para dejar de pensar en el dolor de cabeza, decidí hacerle conversación. Adriana, se llamaba, estaba estudiando administración de empresas en una universidad del norte. Yo dije con pena lo que hacía, pues trabajar en un call center no parece una opción muy válida si quieres levantarte a una estudiante de universidad privada. Pero ella me dijo que también lo había hecho durante unos meses, hasta que pudo conseguir una beca; y me sonrió.

Yo intenté sonreírle también, pero el dolor de cabeza se volvió insoportable. Así que me recosté, aunque seguía pendiente de ella, que me parecía cada vez más pálida. Ya había llegado la Policía a hacer la investigación del caso, ya habían llegado algunas ambulancias. Y un paramédico nos vio a los dos, en el separador de la Calle 80 con 24, recostados, ella, con el cabello ensangrentado y el tabique roto, y yo, con una ligera hemorragia nasal, algo de dificultad para respirar, y un dolor de cabeza que iba cediendo.

Nos llevaron a los dos en la misma ambulancia, con destino a una clínica cercana. En el camino, sentí que no podía respirar, pero el dolor de cabeza seguía bajando, y una repentina sensación de liviandad se apoderó de mí. Supuse que eran anestésicos que me estaban aplicando, pero el paramédico comenzó a gritar por radioteléfono que necesitaban, apenas llegáramos al hospital, un equipo de reanimación y una máscara de oxígeno. Y no me preocupé, el alivio se estaba haciendo completo y me sentía flotando en el espacio.

Nunca llegué a la sala de urgencias. Adriana sí lo hizo, y en este momento está en cirugía plástica para corregirle el tabique nasal roto. Yo no sé dónde estoy, aunque sí sé qué me pasó: sufrí una serie de hemorragias internas (cuya única muestra externa fue la hemorragia nasal) que impedían que me pasara suficiente sangre al cerebro. Básicamente, me asfixié con mi propia sangre. No sé dónde estoy ahora, pero sí sé que Adriana no está conmigo. Y tal vez, cuando llegue, ya no me acuerde de ella; ella era la mujer de mi vida. Ahora busco la mujer de mi muerte.

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