lunes, 23 de marzo de 2015

Adiós a los amos

¿Qué voy a decirle a ella cuando la recoja en el aeropuerto? Durante todo el día esa fue la única pregunta que rondó por mi cabeza. Más allá de las presiones diarias de un oficio ingrato y oscuro como lo era la educación, los muchachos no iban a aprender nada sobre Tirso de Molina y la picaresca. Qué picaresca ni qué carajo: yo solo tenía ojos para ella, que venía durmiendo en un vuelo transcontinental y regresaba por una semana, luego de dos largos años en tierras castellanas.

"A ver, muchachos, hagamos algo diferente. Tienen la hora de clase para escribir un cuento basado en el modelo de la picaresca, es decir, de humor y crítica social. No necesitan más que una página. El tema es libre. El mejor cuento queda eximido de la previa del otro miércoles".

En 50 minutos se irían ellos y yo quedaría solo. Sabía que el vuelo llegaba a las 3:45, pero en el celular tenía a un lado Whatsapp para que apareciera cuando ella encendiera el celular y se volviera a conectar, y en el otro la página del aeropuerto que confirmara la hora de llegada del vuelo procedente de Madrid. Terminados lo que me parecieron los 50 minutos más largos de mi vida recogí, metí mis cosas a la carrera en el morral, saqué acelerado el carro del parqueadero y salí como un tiro hacia el aeropuerto.

Los muchos trancones en el camino a la 26 me hacían recordar todo. La vez que nos conocimos, nos citamos en Andino y nos pusimos a recorrer lentamente el parque del Virrey en una atípica tarde seca de octubre. Su pelo rizado y profundamente negro, su peculiar y dulce acento mezcla de bogotano, peruano y paisa. Sus ojos inquisitivos y ligeramente achinados, su boca que tantas veces quise besar y sus curvas que tantas veces me inspiraron en medio de sesiones de masturbación en la ducha.

El semestre que estuvo realizando su pasantía en Argentina y las conversaciones interminables por Skype. Las veces en que la llamé borracho, las que la llamé sobrio. La tarjeta con una cita del romance más romántico que Bécquer pudo escribir, y que le regalé un cumpleaños junto al libro de fotografías de Alemania. El fatídico día en que le iba a decir que no podía vivir sin ella y ella misma me detuvo con una dulzura tan irresistible como cáustica para mis ilusiones: "Me aceptaron en la maestría, me voy a Madrid"...

Después de eso, el diluvio. Seguimos hablando, pero como el librero catalán de Cien Años de Soledad, las conversaciones y cartas se hicieron más distantes e impersonales. Al final la eliminé de Facebook porque me dolía verla en sus fiestas con sus compañeros de maestría, en especial con ese franchute. Cuál sería mi alegría mal contenida cuando ella misma puso en Whatsapp (no, no tuve el coraje para eliminarla por completo de mi vida) que había terminado con el francesito...

Y al llegar al aeropuerto, me empezaron a asaltar las dudas. ¿Se habrá olvidado de mí? ¿Solo espera que la recoja para que le ahorre el taxi? ¿Tendrá diez mil planes armados con el grupito de gomelas fastidiosas y miserables que parecían perseguirla desde que llegó de Argentina hasta que se fue a Madrid? ¿Llegará con un novio igual o peor que el franchute?

- ¡Miguel! ¡Miguel, coño! ¡Anda, que ya no me reconozzes! ¡Cómo estás de guapo!

Ahí estaba ella. Los mismos labios, los mismos ojos castaños, la misma nariz de muñeca. Pero no era ella. Las curvas se notaban menos, pues sabía que ella se había dedicado al crossfit y había sacrificado su figura a los dictámenes del ejercicio excesivo y desmesurado. El pelo rizado y negro había sido recortado, alisado y atacado por capas y capas de tintura cobriza. Y el acento castellano que adquirió primero como estudiante y luego como asociada de un gran centro de investigaciones subsidiado por la Unión Europea era menos dulce que un jamón de Jabugo.

- Hola, Marcela. Luces diferente, no te reconocí.
- Pues claro que no me ibas a reconozzer, tío, si tú andas todo pasmao por ahí mirando ese móvil... joder, ¡dile a tu novia que te dé vía! Vamos, es de coña. ¿Quieres unas cañas?
- Eeeeh... no sé, de pronto tienes algo preparado antes...
- No, la verdad es que mis padres creen que llego a las 9, y les dije que me vendría a recoger una de mis amigas. Vamos, tío, que no hemos tomado unas zzervezzas desde antes de que me fuera.

La verdad, no tenía ganas de tomar una cerveza con esta mujer que tenía la misma cara. ¿Dónde está la Marcela del Virrey? ¿Se quedó entre los muros de la Universidad de Alcalá de Henares? ¿Quién es esta y qué hizo con Marcela?

- No puedo, tengo el carro.
- Joder, majo, en verdad has cambiado.

Alguna vez ella y yo estábamos hablando de todo y nada, mientras tomábamos un café. Ese día me preguntó qué sentía por ella, y no me salieron las palabras para decirle que por ella daba esta vida y la otra. Pero al verla ahí, cargando un par de maletines, con ese horrible ceceo inescrutable y convertida en alguien irreconocible, entendí por qué dice el poeta que partir es morir un poco. Tal vez cuando ella partió a Madrid ahí murió la Marcela que conocí. Y al verla ascender a mi automóvil y quejarse de cómo la 26 no tenía nada que hacer contra las autovías que conducen a Barajas, también me di cuenta que en el aeropuerto se había quedado para no volver el Miguel que daba esta vida y la otra por tenerla a su lado.

El mejor cuento resultó ser de un muchachito tímido de la clase, que con muy buen humor (y un excelente manejo de la gramática) había escrito la historia de cómo alguien parecido a su docente de Literatura perdía la cabeza por una joven pelirroja venida del otro lado del océano...

No hay comentarios: