lunes, 23 de agosto de 2010

Oda al "amigo gay"

No, no me refiero al amigo de uno que por cuestiones de la vida resulta siendo homosexual. Ni mucho menos al gay que termina haciéndose amigo de uno para intentar caerle a uno porque, sospecha el, a uno, como cantaría Diomedes, "se le moja la canoa, pobre hombre, cuando se emborracha".

Me refiero a la posición de amigo de una vieja sin interés en ella. Es decir, al amigo que no le está cayendo, y que por ende, otros hombres lo definen como gay. Esa es la posición más mentirosa del mundo, por supuesto: el 95% de los amigos gays, o son de verdad homosexuales, o son tipos que esconden que escurren la baba por la vieja, o son amigos de una vieja demostrablemente fuera de los gustos de uno (la popular amiga fea, que todos los hombres tenemos para que nos ayuden a entender a las mujeres, porque comprenderlas, ni ellas mismas pueden). Del 95% hice (y también hago) parte yo. Y del 5% restante hago parte yo. Voy a hacer este artículo como una loa a los dos lados, porque en los dos lados conozco.

Porque uno como amigo gay, tiene un privilegio inmesurable: las conoce. Y si las conoce, puede entenderlas (usualmente, con la amiga fea como intérprete). Y ese conocimiento, ese entendimiento que uno tiene a ellas, puede ayudar en el objetivo del 95% de los "amigos gays": levantarse a la amiga. Pero por supuesto: uno va conociendo qué les gusta a ellas para una cita, cómo quieren que las traten, qué tipo de persona quieren... y así uno va moldeándose e intentando mostrarse como lo que ellas quieren. Ya después uno tiene tiempo de ser el mismo barbachán, guache y farabute (disculparán la mezcla de chibcha con lunfardo) que se empeñó en esconder durante semanas, meses o hasta años.

Esto implica otra cosa: nosotros potenciamos nuestras capacidades actorales, que después para levantar, cuando de verdad queremos levantar, nos sirve. Así como pudimos ceder a los deseos de nuestra amiga, podemos aparentar ser personas a la medida para maximizar nuestro éxito. Y también nos sirve para desarrollar persistencia, tenacidad y esas cosas que tanto invoca Jorge Duque Linares como la clave del éxito; porque la confianza no le da a la pelada a las semanas, sino es cuestión, muchas veces, de un par de años. Terquedad ante todo. Ciertamente, es un proceso arriesgado y lento, pero funciona.

Porque esa es la ventaja: muchas veces, funciona. A veces, no es para levantar, pero muchísimas veces, sí termina llevándola a la cama, que al final de cuentas, es el objetivo para muchos de nosotros. Una amiga (no, no estoy aplicando esos casos con ella: sí me la querría comer, que no levantar y hasta lo he dicho de frente. Otra cosa es que sé que no puedo) me decía que, en muchas ocasiones, las mujeres se olvidan que al frente, ese tipo que les dio consuelo durante sus cruces con barbachanes, gañanes y pelafustanes; ese tipo que podían decirle "dime cuál blusa me queda mejor" mientras se empelotan y visten al frente de él; en fin, ese "amigo gay", o como ella los definió, "amigo capado", es un hombre.

Y cuando lo creen a uno un pendejo paño de lágrimas, por la vigésima pelea con el novio de turno, ceden. Y empieza la descripción de National Geographic tan mal imitada por Andrés López, sobre cómo el venado, vulnerable al tener lastimado su ego, cede por el deseo de sentirse amada, tal vez; o de saturar su depresión con estrógenos, de pronto. Y ha ganado el hombre, se ha comido a la vieja que quería.

Por supuesto, las cosas pueden fallar. Puede que la vieja descubra que uno es un pobre diablo antes de lo conveniente. O que las cosas fallen y uno no se la levante, sino que después (e incluso antes) de comérsela, tenga que poner pies en polvorosa, porque las cosas no se dan con ella; los escrúpulos, las recriminaciones, el "no eres tú, soy yo". Eso. Pero no nos estamos enfocando en esos detalles nimios: nos enfocamos en que así nos podemos comer a las viejas que queremos comernos, si tenemos la persistencia suficiente para lograrlo. Porque la mayor falla somos nosotros mismos, compañeros lectores: nosotros y nuestra gana de la inmediatez. Y por eso saludo a todos los "amigos gays" del mundo, porque nosotros somos unos berracos, y esa berraquera nos va a llevar adelante. Salud, buen polvo y buen amar!

martes, 3 de agosto de 2010

Abuso en amarillo

Mañana lluviosa sobre Bogotá. Cientos de personas se arremolinan en los paraderos, debajo de los puentes peatonales, en casetas, o en los aleros de los edificios, todos buscando cómo llegar a sus destinos temprano. Algunos levantan la mano a los buses repletos, pero esos no nos importan hoy; otros buscan desesperadamente coger un taxi, así que cuando un amarillo cruza desocupado, varios brazos se extienden para intentar detenerlos.

- A dónde?

Ese es un aviso terrible. Alguien dice "a la Virgilio Barco". No le sirve al taxista. Otro: "a Salitre Plaza". Tampoco. Otro más: "a Puente Aranda". Ese sí le sirve, súbase. Los otros deben esperar bajo la lluvia y el frío, al próximo taxi desocupado que llegue y los recoja.

Uno de los problemas más graves del transporte público en Bogotá, es que es casi autónomo en sus reglas. Así como los buses pueden llevar el sobrecupo que quieran (siempre y cuando no haya el racimo en las puertas), parar donde se les dé la gana e ir a la velocidad que se les dé la gana; así como Transmilenio puede cambiar rutas, frecuencias y paradas sin previo aviso (y muchas veces sobre la marcha: yo demoré ayer 15 minutos en esperar un G5 que pasara por la estación Escuela Militar); así mismo, los taxistas ponen condiciones que uno, como pasajero, debe aceptar so pena de que no se brinde un servicio. Un ejemplo, muy bien expuesto por Omar Gamboa en su excelente post de denuncia de hoy, Yo Denuncio (recomendado el blog, por cierto), de muchísimos conductores cuyo oficio es servir de alimentadores en Cedritos, Mazurén, Niza y sectores cercanos, a la gente que se dirige a Transmilenio. Algo que per se no es ilegal, pero sí tiene restricciones, como veremos a continuación.

Puede haber muchos motivos para que un taxista se niegue a prestar el servicio. Hay quienes se niegan a prestar servicios a ciertos barrios, sobre todo en la tarde, porque "tengo que entregar el carro en el Galán, no puedo ir hasta Suba". Vaya y venga, eso es entendible: el modo de explotación de muchos taxis es darle a varios taxistas el manejo del vehículo por turnos, y un taxista que tenga que recorrer media hora después de su turno, le quita el trabajo a un compañero y el retorno se vuelve largo y muerto. Así mismo, muchos otros se niegan a ir a zonas peligrosas de noche, por preocupaciones de seguridad; esto suele suceder, sobre todo, cuando se toma un taxi en la calle cerca a sitios de rumba, por la hora y la inherente posibilidad de recoger gente con destinos inciertos. Y también está la chance de que a uno no lo lleven a un barrio remoto porque simplemente no conocen el sector de destino.

Pero ahí viene el hecho del abuso. Hay conductores que no lo llevan a uno con motivos ilógicos. Por ejemplo, una muy común: "no, al centro no, después cómo salgo de ahí". Otra no tan común: "por allá no porque de allá no salen carreras" (me la dijeron un día refiriéndose a un servicio hacia Fontibón, que debí tomar porque no conocía el punto al que debía llegar). Y están también los taxistas que se creen buseta, como los alimentadores en Cedritos a los que Omar se refiere en su post.

El tema es el siguiente: se supone que un taxi es un vehículo de transporte público (en otros lados lo definen como "de alquiler") que lo conduce a un punto determinado por el pasajero a cambio de una tarifa dependiente de, entre otras cosas, la distancia y el tráfico, y con recargos de acuerdo a situaciones relativas al transporte (por ejemplo: la hora, si el destino es un aeropuerto, o si es un servicio solicitado por teléfono). Es decir, la excusa de que "eso queda muy lejos" o "me demoro mucho" no puede ser utilizada: se supone que uno paga más precisamente para lidiar con esos detalles. Así mismo, el destino es determinado por el pasajero: en teoría, el taxi debe ir al punto que le diga quien lo toma, porque para eso uno paga la carrera. Y el servicio por rutas lo dan los buses.

Así mismo, el servicio debe ir por el valor exacto que marca el taxímetro y no más. La tarjeta de operación del taxi (la hoja donde va el nombre y foto del taxista, la placa del taxi y el comprobante de revisión de la empresa) tiene impresa en la parte de abajo, el valor de la carrera de acuerdo al número de unidades marcadas por el taxímetro, y esto debe ser mostrado públicamente. Aunque si prefiere hacer la cuenta usted, es simple: multiplique el número de unidades por $64 que vale cada unidad (recuerde, la carrera mínima son 50 unidades, es decir, $3200; el banderazo son 25 unidades; tanto el recargo nocturno como el de servicio telefónico son 15 unidades adicionales a lo que marque el taxímetro). Así mismo, cada unidad son 100 metros o 30 segundos detenido; esté pendiente del taxímetro, pues algunos taxistas inescrupulosos ponen botones ocultos en el radio, la caja de cambios o el manubrio, y añaden unidades o aceleran el taxímetro sin que el cliente se dé cuenta.

Cualquier caso en el que uno perciba un abuso, puede ser denunciado ante la Secretaría de Movilidad, al número 3649400, o en la línea 195.

No es más. Y lo de costumbre: tenga cuidado con el taxi que toma. Y buen viaje.