jueves, 1 de marzo de 2012

La caminante


- Y ahora nosotros, qué?

Se habían conocido en el periódico. Mónica era una reportera novata, ávida de comerse el mundo pero que tuvo que estrellarse con la realidad: tendría que empezar con los trabajos más desagradables, los cubrimientos que nadie quería cubrir. Guillermo era un fotógrafo veterano, un gran personaje, que había llegado a conseguir premios con sus imágenes, pero que en el periódico realizaba una labor casi docente: el editor lo mandaba con los practicantes y novatos, para darles cancha a ellos con un expertoy hacer que perdieran el miedo escénico.

Mónica era una reportera atractiva. Su marcada delgadez, que no impedía que se le marcaran dos senos redondos en su blusa, hacía que se viera más alta que el 1.70 que medía. También le daba una apariencia delicada, cortada por la fiereza de sus ojos oscuros e inquisitivos y por su largo pelo cobrizo. Y esa fiera mirada la convertía en una mujer echada pa’lante, la novata que menos necesitó de la ayuda de Guillermo para lanzarse a preguntar, a veces demasiado incisiva, pero siempre precisa.

Y por eso mismo, él quedó atraído por la recién llegada. Un día que iban a cubrir un feo incidente en Paloquemao, Guillermo se lanzó a la loca a decirle que se tomaran una cerveza al salir del trabajo. Ella aceptó, aunque con alguna reticencia. Total, si algo se devolverían temprano y no pasó nada, se dijo. 

Esa salida hizo que Mónica se sintiera atraída por el maduro fotógrafo, con un humor excelente y capaz de salpicar su conversación con todo tipo de anécdotas laborales y personales. Las horas pasaron y las anécdotas se convirtieron en infidencias, las cervezas en aguardientes, las infidencias en confesiones y en besos, y finalmente se llevaron al borde de la borrachera el carro del periódico, tomaron rumbo a Chapinero y se desviaron atraídos por las luces de neón.

Mónica no estaba segura de qué pasaba. Se habían besado como si nada tras el primer trago de aguardiente, pero de un momento a otro la lujuria se los llevaba puestos. Y los besos se prolongaban, se acompañaban con caricias y toques; cuando Guillermo le propuso ir a un motel, ella aceptó de inmediato. Se manosearon hasta el alma en el ascensor, pero al llegar él la sirvió como un banquete; la desvistió con calma, repasando lentamente cada centímetro de su piel, primero con las manos, luego con la lengua; la masajeó cuidadosamente, tuvo tiempo de catar generosamente sus salsas y finalmente procedió a comer el plato caliente; con gran esmero disfrutó cada mordisco, cada gemido y cada contracción. Mónica se sentía en el paraíso, e incluso le dio la oportunidad de recibir una segunda porción.

Guillermo, con una resaca ligera por el aguardiente y agotado por la falta de sueño, se levantó a fumarse un cigarrillo. Mónica, con la piel de gallina por lo que acababa de suceder, lo vio en la contraluz tenue del amanecer. Ya no era el compañero de trabajo que se sentía casi paternal cuando la aconsejaba en los cubrimientos, ni el brillante periodista lleno de historias con una frase ingeniosa para cada situación: era un tipo con cierta barriga de más de 40 años que tiraba muy bien, sí, pero que podía ser fácilmente su padre. Se sintió vulnerable y vulnerada.
 
- Y ahora nosotros, qué? - dijo dubitativa mientras su pareja se ponía los calzoncillos.
- No lo sé - respondió Guillermo. - Sólo sé que en el periódico no pueden enterarse.
- Claro, las relaciones entre empleados.
- No. Si se enteran, mi esposa me mataría.

Esa misma tarde, Mónica presentó su renuncia al periódico y compró un tiquete aéreo. Con las credenciales que tenía, estaba segura que iba a conseguir un excelente trabajo en Buenos Aires.


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