domingo, 12 de junio de 2016

All in

Las gotas de lluvia caían sobre el parabrisas con un martilleteo apenas amortiguado, y le daban a tu cara un brillo extraño e informe, cambiante cada segundo y que a veces destacaba tu ojo, otras veces tus labios, otras más se confundían con la lágrima que circulaba por tu mejilla.

- ¿Por qué lloras?

No me respondiste. No esperaba que lo hicieras, tampoco. Lo mío siempre han sido las preguntas estúpidas, lo sabes.

- Dime, por favor, por qué lloras.

- Porque sé que debo irme... y no quiero.

Es cierto. Normalmente me iba yo. A veces entre frases dramáticas que buscaban confundir la verdad a punta de prosopopeya, otras veces en un silencioso paso mientras movía la cabeza, negándolo. Pero esa vez tampoco lo podía hacer: había aprendido que el miedo, ese miedo que me paralizaba y era incapaz de hacerme reconocer que lo que sentía por ti era amor, podía ser vencido

Por eso estaba ahí, contigo. Porque después de haberme ido dando un portazo durante un par de semanas, te había vuelto a escribir por Whatsapp. Te había propuesto tomar un café en la pequeña panadería de la esquina del barrio y luego dar vueltas sin rumbo fijo. Al ver que el cerro de El Cable se tapaba en agua me ofrecí a llevarte hasta tu casa sin importar que hubiera un insoportable trancón causado por el pico y placa. Por eso, y porque no quería irme ni dejarte ir.

- No tienes que irte si no quieres, pero por favor, no llores.

- No es eso... es que...

Con mi último atisbo de confianza decidí lanzarme con todo en una medida desesperada. Decidí abalanzarme hacia ti, hacia tus labios que no había podido besar nunca paralizado por los miedos que muchas veces me dominan. Con mi mano te limpié la lágrima. De repente, una cara que no supe si era de incredulidad o de reproche.

- ¿Por qué lo hiciste?

- Porque te amo, y siempre te he amado. Si no lo hiciera no estaría aquí.

Por fin te vi sonreír. Y fuiste tú la que se abalanzó una, dos, diez, mil veces buscando mis labios que e habían quedado en un primer momento sin respuesta. En cada pausa musitabas un "te amo", que no tenías que decir: cada vez que lo hacías mi mente se alejaba de mi cuerpo y subía a un lugar distinto, un espacio donde la lluvia no existía, el viento cortante de los cerros orientales se convertía en suave brisa, y tu rostro alumbraba el sol.

- Te amo, mi amor.

Con cada "te amo" y cada roce de tus labios con los míos, con mi nariz, con mis párpados, no solo me sentía en ese campo elíseo: también me crecía la valentía y la confianza. Y la cursilería, porque allá arriba el oxígeno no llega con tanta suficiencia, y a veces uno dice las bobadas más bobas y las cursilerías más cursis. Y le salen desde el fondo del alma, suben hasta las alturas de la felicidad y luego las pronuncias, pero tú estabas también en esas alturas y lo entendías.

- Mi amor. Eres mi amor.

- Y tú eres mi amor. Te amo.

A veces uno debe recurrir a medidas desesperadas para evitar perder a alguien y reconciliarse con él. Yo sé que lo mío no fue solo una reconciliación. Fue un momento en el que supe que estaba hecho para ti. Tal vez debía haberlo sabido cuando tu mano buscaba la mía en la palanca de cambios, o cuando te agarraste con tanta fuerza de mí para evitar resbalar bajando un puente peatonal. Pero todavía me subo al auto y te siento ahí. Y siempre estará en esa silla de pasajero tu presencia, tu felicidad e, incluso, el rastro de corazones que dejaste cuando saliste esa noche, sin importar que la llovizna todavía te pudiera dejar afectada. Eso es el amor y la reconciliación.